LOS OFICIOS DE LA LOCURA


Indócil, como tanteando algún enigma,
dice breves palabras que en ciegas claridades
adensan su camino.
Y su inútil rumor que acentúa la vida
se acomoda al silencio
(la única apariencia verdadera).
No hay nadie para medir la tierra en su abandono.
Sin embargo, esa voz tan natural,
colmada de secretos,
cubre a otro ser que sueña, acaso.
Es la señal, aunque perdida,
de que un pájaro en el aire
sube, vacila, avanza.
Las existencias son pocas:
desaparecen en la curva del tiempo
o se transforman en locura.
Por eso, él siempre habla así,
callando, a las estrellas.


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Cada día es un eco, un rastro, algún gemido.
Tal vez, pregunta algo que en su boca se duerme.
Y luego balbucea, apretando los labios:
“Amigos, olvidadme”.
Llevando la mano al pecho pretende conocer
el final de la duda,
el valor inconciente de las contradicciones.
Hombre es, que muerto o vivo
estalla y resucita.
Qué difícil es velar la madrugada. Solo.


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Nadie como él puede reconocer
las significaciones del gesto
en sí mismas hermosas y, a la vez, deleznables.
Como un intérprete de oscuras profecías
demuestra que la gloria no resguarda
la imagen de los hombres, tan indignos
del tiempo y la memoria.
Con un solo argumento, quizás intraducible,
enciende el comienzo y el fin con una lámpara.
Luego, percibe su condena y afirma:
"Para tener razón tienes la eternidad".


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Cómo brilla la noche extranjera y desierta.
Por la gélida travesía de sus poros
bate el instinto, un lugar de fractura, esa morada
en donde Dios, más trágico y deshecho,
clama sus libertades.
Frente al mundo que desentierra las vergüenzas
él se afirma sobre rasgos invisibles
y alarga en el vacío
un espacio de entrelíneas rotas.
Al borde de las cúpulas,
con sus entradas de amaneceres sobre el mármol,
deja flotar sus extremidades
y finge huir con las palomas
que se desprenden de la arquitectura
ante el menor cambio del viento.
Como quien habla de la exacta furia o la sonrisa
apresura la imprecisión de la zozobra
que vulnera a dentelladas los temblores,
la emboscada febril, los anatemas.
Luego se desampara. Se mueve despacio
como una vela consumida en las regiones
que la cordura no devuelve.
Él sabe, por siglos de paciencia, que no son muchos
los que mueren desde el momento de nacer.


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Mira partir los trenes.
Crujido en aire que retumba
entre el zarzal del monasterio.
Sus pespuntes de humo son las redes
de algún camino que empieza una vez más
o de una historia perdida para siempre.
La tarde cae encima.
Bastidor en medio la quietud
marca su arbitrio sobre el permeable modo
de la fronda sonámbula.
Extraño lugar el del recuerdo,
amortajado de llamas y derrotas
con su inventario rielando en la memoria.
La sangre es el torrente
(noches y días con alas insaciables).
Él piensa, como cualquier criatura,
que tiene todo al alcance de su mano.
Ésa es la errónea maravilla:
el vuelo, la esperanza.


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Es un espectador. Sin par viviendo.
La tiniebla inconstante lo entumece
con su promiscua y puntual fisonomía.
Luego extiende los brazos
y con enorme voluntad, espera.
La deserción aspira a ser colmada
por un sosiego que en sí mismo no se cumple.
Siente cuajar la forma de un centauro
sin facciones ni herrajes. Puede ver
que hay algo en él, no obstante,
acaso a ciegas, alguna dispersión desapacible
que fustiga la llanura de sus palmas.
Por un recinto de hollín y de aldabones
cede el pavor que en neutras actitudes
ha inmolado sin término sus ciclos
a la uniforme curvatura de la aurora.
Él omite úlceras y alacranes
y retorna a la nada, ese embrión
sin extremos ni ascendencias.
Y sigue deslumbrado, inocente, perpetuo.
Tan original en su verdad, tan endeble en sí.
Y por todos.


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Él está hecho de la misma sustancia de ese árbol
al que lame la lluvia con sabia lentitud
y al que el viento sin prisa le ha saqueado las hojas
hasta dejarlo ausente.
Hay signos en el aire situando
la razón del perfume que se vuelve envidiable
por los resquicios que no pocas nostalgias
salvan del holocausto.
¿Alguna boca pródiga estará acercando otra pupila,
profundidades donde las voces no se pierdan?
Intruso de sí mismo
decide ir con su cuerpo a centímetros de la mañana,
acumulando en la suela de sus zapatos
paraísos por donde las alas, sin posarse en la tierra,
son un instante de lo que vendrá.


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Hay días en que los recovecos del mundo
son barreras o pozos,
recuerdos imperfectos que están siempre
al alcance de su mano
y el suelo en el que pisa se parece
a todos los sitios que se han ido.
Días en que los ojos parecen faros
que conducen a las embarcaciones
hacia el naufragio seguro de la memoria.
Mientras, una bandada de gaviotas
planea a millas de distancia de este sueño,
que también se perderá
no sin antes haberlo desterrado.


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Por un sitial de lobos que desgarran
sin zarpazos, ni mordeduras ni colmillos
él se ubica otra vez sobre un declive.
¿Quién despierta los monstruos de la calma?
(Pozos del hambre, serpientes, desatino).
Lo acosan las visiones. Pero no retrocede.
Sólo espera un indicio sustentado en el aire:
que sobre el viejo muro
la madreselva anuncie su eslabón de fragancia.
Es tan bello penetrar en la penumbra
donde el aroma, por un momento,
resiste a la agonía.


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Entre el verme, el caos, las injurias
él atestigua los vínculos del sueño.
Adusto, en ese antro de inhóspita inconciencia
ha quedado inerte como un mártir,
sin numen, débil, mínimo.
Puede entrever el polvo,
caravanas de huesos en blanquecino enjambre
bajo un cielo de piedra ineludible.
Cómplice y confidente de tumbas y de cuervos
la corrupción aguarda.
Los atávicos signos escrutan la sentencia,
los fulgores que blanden las hebras del insomnio.
Más allá de lo humano
si el corazón no irrumpe
es porque sobre flagelaciones y terrores
ha invocado su coraza de infortunios.


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Las tragedias resuelven su alabanza
en rojos remolinos.
He aquí el huésped, una vez. Y otra vez.
Respirando libre y abiertamente
con su anécdota raída y polvorienta.
Todos quieren enfrentar de pie
el pretexto de los crecientes días.
Y son imitadores sin escrúpulos,
amanecidos buitres que sobre el eje terrenal
incrustan su arrebato.
Ignoran que la victoria es un patriarca
con la indulgencia armada hasta los dientes.


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La punta no afilada de la luna se parece a un navío
con su proa traslúcida
naufragando sobre los techos invisibles.
Está despierto.
Rondando la inmensidad de las espinas.
Se separa de sí.
Se mueve por la escena en donde el pensamiento alardea al desnudo.
La lucidez tampoco es la respuesta.
Es justo la imagen de los límites
que la conciencia nos prepara.
Entonces la cambia por el corazón,
que entre pérdidas y añoros se contrae.
Y acaso como si ya nada valiesen los rencores
le queda la mejilla al descubierto.


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Las turbias claridades del muelle se atenúan
siguiendo la ambigüedad del agua.
Él describe el paisaje,
abierto hacia lo arcano.
(Para verlo por sí mismo no vacila en mirarse).
Sacude la cabeza.
Es una contemplación que jamás encandila.
La condición es alcanzar el privilegio.
Sobre las tersas piedras la espuma asciende.
¿Estos puntos vacíos son lejanas señales
volviéndose cenizas?
Tan sólo es esa lumbre
que se enciende un momento y más tarde se muere.
La luna cae tan nítidamente que él espera
se eleve y lo salpique.
Mar arriba suena un metálico murmullo.
Es un lugar tranquilo.
No se siente infeliz ni afortunado.
Sólo vivo y perplejo.
Su pequeñez es infinita.
Por eso él desea que ya fuese mañana.


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Como un fantasma sin mengua y sin raíces
acumula horizontes.
En morir y vivir llega el cansancio.
Lo efímero ha violado los espacios comunes
que también son ajenos.
Por las abiertas entrañas de la noche
un cercano latido murándole los hombros.
Es el viento que llega en tránsitos voraces
para anudar la bruma muerta de las estatuas.
Él se yergue impasible.
Abandonado y solo, tal vez como el suicida,
persiste en su espejismo.
En este lado del dolor mutable
que nos conoce porque nos lava el llanto.
En este lado del tiempo que desciende
y diluye las alas.
En este lado,
donde el ave, los ojos y la estrella
son, quizás, las últimas revelaciones
que aún hacen su nido.


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A él le sirve de escudo su estrecho paraíso.
El ocio que desvanece a las acacias
lo ausenta, lo extravía.
Vuelca su sed sobre el sollozo que en la fuente
entrelazan inmóviles guijarros.
Luego atisba capullos, ondas imperceptibles, larvas.
Lo conmueve el tortuoso afán de algún insecto
que repta en los jardines
profanando la alquimia de verdes humedades.
La sustancia terrestre se hunde en una rosa
(envoltura subiendo al infinito)
que resume en instantes el gozo y el destierro.
Puede ganar su boca un abrigo de musgos
por la benigna ranura de la calma,
esa grieta de agudos filamentos,
un territorio que fluye a su costado.
Este reino interior es como un río:
hay que cavarlo siempre hasta encontrar el agua.


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Las lágrimas se aprenden así, con sobresaltos.
Ese dolor que duele regresa en el espejo.
(Admite los conjuros pero no las excusas).
Aquí aparece el rostro y sus dominios.
Trata de recordar todas las causas:
el amor, el verbo, el barro,
aconteceres sin luces del tormento.
Él no puede pensar. Se deshabita.
Rechaza su calvario
a traviesa de los horrores de la especie.
Por una magia contigua a los oprobios
se desdice del pacto
para ser el lazarillo de sí mismo
y no herirse más allá de su sendero.


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¿Desde qué recodos nos acechan
aquellos nombres agolpados en la aldaba
que vienen (desde qué finitud)
como un dios apagado
a silbar con el viento
ante el mutismo creciente de la puerta?
Sin siquiera poder tocar esas molduras
son sus pasos celosos
intercalando lluvias que se tornan sagradas
cuando llegan a inundar el jazminero,
perdido y sin reclamos como un sueño perfecto.
Y tanto se parecen a nosotros
(a él mismo
siempre a punto del salto y la caída)
que abrimos la ventana.
Todo cabe al pie de ese minuto.
La fragancia en su sitio.
Y el horizonte oscuro,
apenas existiéndole en las manos.


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Las hojas se alejan sin rencores
con sus precarias formas.
¿Hacia qué desenlace, qué anárquica distancia
quiebra en astillas sus bordes cenicientos?
Tallado en la hojarasca el hastío de abril
lo agobia, lo margina.
Con paso descuidado atraviesa un recodo
y entra en su habitación.
Pero es tan sólo su mitad.
La otra quedó raptándole al otoño
un jeroglífico para ceñir a sus espaldas.


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Afianzado en las rocas, yace lo inaprenhensible.
Enardeciendo el ímpetu de las aguas crecientes
continúan allí, como un designio.
La tempestad se encrespa hendida en los peñascos.
Él contrae su rostro frente al áspero límite
de espesa resonancia.
La piedra es un desierto, un pálpito que absuelve
la absorta decadencia cincelada en la hondura.
Su fuerza no confirma los cimientos del aire,
su alianza es un tatuaje que no destierra el viento.
Él sabe que la piedra no le es útil al mundo
porque lleva el agravio de erguirse solitaria.
Sin tregua y sin ventura va esculpiendo sus máscaras.
Y cuando cae el fin y todo se deshace
en fiel desprendimiento se aparta y permanece
como el eco infinito de lo que ya no es.


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Un presagio de amor, simplemente, lo invade.
Monólogos de lumbre, sus arterias
pulsan la sílaba aletargada en los rincones
de esa gruta que resuena a la distancia.
Tropezando entre suburbios y peldaños
resume su blandura
eclipsada, tal vez, por la luciérnaga
que no deja sino una luz reacia
en las ambiguas columnas de la noche.
Él acusa esta hoguera
que oprime los laberintos de su cuerpo.
Desalojando murallas y cadenas
(es lo mismo)
accede a la ficción, quiebra las llaves
y expulsa a los dioses que se acodan,
parcos y perdurables,
sobre un inútil cromatismo de balcones.
De su garganta no pende ninguna cruz,
sino el ensueño.
Esa brújula incierta
que la vida no siempre suele llevar consigo.


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Él, como tú,
se ha sentado a la mesa.
Toma un plato con sopa.
Observa el mantel, que le parece extraño.
¿Por qué recuerda los remotos jazmines
a los que cierta vez se ataron su embriaguez,
sus caricias?
Comer es la inestable ceremonia
en la que hay flores, ausencias, retornos,
despedidas.
Él, como tú,
ama la grácil desolación de algún celeste
que lo salva desde la huída de un paisaje.


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Un trayecto de escarabajos taciturnos
emerge por el cieno.
Sus rastros desentierran
un luminoso párpado adherido
sobre profundas vísceras.
En encubierto engarce
es un código que mana de la tierra.
Así vamos los hombres renaciendo caídas.
Y el zumo de los muertos
aparenta rodearnos
por hurgar en sus huellas fraguadas redenciones
y ver que sus escombros
son los injertos de un cristal que nos duplica.


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Bajo su pie cruje un destello.
El paso oprime una mata de verbenas.
(Es tan sólo un minuto de indecente alegría).
Este fugaz abismo duele como la eternidad.
En sus puños cerrados una luz se clausura.
Mientras, con tacto cómplice,
hay un vértigo ingrávido vaciándose en el viento.
Bajo su pie un despliegue de pétalos ardientes
que se esfuma en un círculo:
temblar y sucumbir.


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Él desconoce algunas apetencias:
la lucidez que extingue a las criaturas,
la víspera de Dios, las acechanzas.
Sin embargo, intenta iluminarse con respuestas.
Para renunciar. Para sobrevivir.
Pronto sus manos se afinarán con la muerte.
Piensa en las cicatrices, los contagios,
el estupor genealógico, en las medallas.
Guarda para sí todo el aliento.
No vacila en transgredir sus preferencias,
en entender lo inalcanzable:
nada tan legítimo y bello.
Porque es lo que no puede suceder.


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Los árboles añosos son esa encrucijada
donde ronda el murciélago.
Como en total olvido este hombre advierte
que está en ninguna parte.
Lo circunda una magnífica visión,
de inquieta singladura:
lagartos que han bruñido su piel incorruptible
saqueando a la marea su cavidad de musgos.
En aquel sitio él sabe discernir dos voces:
una de dulce acento y otra espectral.
Los reverberos salobres del paisaje
concilian la ceguera de aquellas almas
que alguna vez se transfiguran
regresando a sus cuerpos
y luego se diluyen fundiéndose
en un páramo de estrellas.
Es cuando la noche se hace anónima canción
en la vigilia de los puertos
y la bóveda infinita
resplandece.


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-Cuéntame lo que se esconde cerca de las orillas-.
Y él sumisamente, le asegura ese brillo
que hilan sobre la arena las seductoras valvas.
El niño lo comprende.
Su minúsculo paso se adorna con la espuma.
Él amontona todos sus delirios
que sacuden la altura sin recelos
y van a lo profundo,
donde un raso escamado
es la fosforescencia tangible de los peces.
El niño, diminuto, iza el rumor del sueño.
Muy cerca flota un ángel con las alas mojadas.


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La luz no es nada más que una vaga tiniebla
demoliendo los ojos.
Ellos resurgen fieles
y ante el horror o los deslumbramientos
son dos clamores que siempre nos persuaden.
Él suelta su mirada que se transforma
hasta tocar el légamo.
Y se impregna de todo lo que nace.
Y convoca a seres deshabitados que lo siguen,
con sus iguales dichas y aflicciones,
por un cauce inviolable.
¿Qué lejanas promesas, qué dominios
ha concebido el hombre para eludir
mirarse cara al cielo?
Es una lucidez que mata.
Cuando él abre los ojos
presiente que por dentro huyen las turbulencias.
Borrándose del punto que le diera el destino
niega su identidad y compadece
lo que se ha desprendido de su tallo.


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El aire de la noche ha permitido
respirar a minúsculas criaturas
antes de ensombrecerlas bajo tierra.
Se oyen como pregones los aullidos
de un perro miserable,
que sin pavor da señas de su funesta sombra
a ras del suelo.
Todo, hasta lo horrible,
reclama su candor, sus espejismos.
Asomando despacio por una boca triste
inútilmente aguarda ser salvado.
Al final sólo llegamos con una sola máscara,
la última corteza que nos queda.
Y que como la altura, como el sueño
se escapa sin notarse.


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Como arañas del aire,
sobre leguas de púas y de espinas,
las imágenes descienden en jirones,
se filtran por el éxtasis,
se ocultan con el grito, exaltan los silencios
y emigran con la vida profanando el sudario
que el azar nos preserva.
Él se adscribe a sus secretas márgenes,
(cúspides, sorbos, cuevas de pulsátiles cuños)
que indagan vibraciones y pórticos cerrados,
cálices, abalorios, preces, íconos, vértebras,
mitos, cantiles, túmulos.
La palabra es el yunque, la mordiente sortija,
el ritual, el gran tema
que abarca y desintegra todos los temas.


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Él es un expatriado.
Improvisa apenas y por última vez
algún símbolo de turbia resistencia.
Desposeído, acaso inexistente
su corazón no tiene itinerarios.
Trepando entre borrascas
brota vaya a saber de qué enmohecido sótano
sin dueño. Tan distante al reducto de los héroes
que se amurallan en ruinas y exterminios.
Casi sonando el fin, campana breve,
su oquedad más que una ausencia es un estigma.
En la premura de beber sus densidades
(canto de espuma sin duelo y sin laureles)
todo es latencia y todo nos excluye.
El límite preciso de la vida son los hombres.
Es por eso que el sueño cuando indaga o reparte
permanece en su sitio, constelado.


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Su intensidad es un legado
que entre escarnios y espejos permanece.
Guárdalo en la vigilia de tus ojos
como a un centinela.
Génesis y ostracismo son yugos que germinan
en cada cautiverio, en cada soledad.
Las experiencias se suceden
como algo ajeno y propio,
(transacción y moneda)
incidentes comunes a una especie
con la sangre en subasta.
En la historia hay pasajes fratricidas,
mercados, tumultos, llagas
donde nosotros somos
(extraños y desnudos)
fervientes sometidos a las gestas eternas.
En trazos de criaturas
no se extingue el tributo
depredador de la osamenta y de la carne.
Vuelve de aquel lugar donde el diluvio
pregona su naufragio.
Lo cierto es que algo vuela buscando la garganta.
Y nuestro destino continúa incompleto.


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Lo vivido
(esa impiadosa consumación de la existencia)
se parece al banco de los parques
donde todo espectáculo se ofrece
perdurable a los ojos.
Es el único lugar donde él no se siente abandonado.
Pasa la gente
(que jamás se vuelve para verse a sí misma).
Mientras algún anciano elige
un rincón invisible que le sirva de tumba.
No sería extraño que los dos inicien algún día
la rebelión de la inocencia
y el parque amanezca poblado de locos y mendigos.

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