POEMAS VARIOS


Puntos de retorno

La altura se mide con los árboles.
Tal vez no es suficiente que se agiten
sin hundirse en las calles.
Numerosa la rama
se insinúa en los vidrios
y hace su propia música,
que en la ficción se perderá
para después volver.
Se deja ir el viento y el oro de la tarde
la regresa a su sitio.
Los ojos responden a esos límites.
Como un dios que asegura
el sueño y el insomnio
la casa queda atrás.
Entre las pertenencias
hay rumores guardados
que en órbitas ociosas
no determina el tiempo.
Ser parte de la escena no sucede
(una huella invisible,
inútil para el mundo).
Desde el fondo,
sin apagarse todavía,
la voz que nadie nombra
está despierta.

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Sobre los hombros

Por los niños perdidos,
por los que no volvieron,
por aquellos fantasmas que aún pueden llorar,
por los huesos sin tiempo de los desconocidos,
por el fuego que nunca encienden las estatuas,
por la memoria, vacíos del vacío
que se aleja del puerto de los días,
por el eco de una voz
sin la montaña,
por un Dios que vacila
aunque tiene un sermón prendido en su costado.
Tanto miedo
y una sola garganta
que nos hace existir.


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Niño del día siguiente

Las noches son, a veces, distracciones
que en el bar se clausuran.
Sobre la mesa fiel,
cerca del vaso
alguien apoya una rosa marchita.
Sin pedirla
acepta una moneda.
Qué altura tiene,
qué tanto sabe de los días
que nunca tienen término.
Por eso no agradece.
Su corazón late de otra manera.
Su imagen no es parte de los ruidos,
no se abre paso en los espejos.
De qué sirve ese lugar común
escondido en la taza
si nadie guarda la huella de sus ojos.
Costumbres que no salvan
al mundo.
Lo verdadero aquí
siempre fue el niño.

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Clase de literatura

La ciudad me acostumbra.
En un sentido abstracto
las calles me conciernen.
Llego al penal.
Cruzo varios portones
(que son cuatro)
hasta encontrar el patio,
ese lugar común
donde alguien se distrae con los árboles.
Entro a un aula que no tiene ventanas.
Dóciles humedades ejercen sus maniobras
sobre el reino de las altas paredes.
Escucho voces,
una a una viniendo desde el fondo
con su suerte que nunca llega lejos.
Intento creer que los alcanzo.
Leo palabras que recobran avenidas,
otoños, puentes, mareas
también la frase que decir,
lo que cargamos siempre adherido al mundo.
Un rumor de pájaros que emigran
por la ciega distancia
puede cambiar la escena.
Es cuestión de inventar algún vidrio
y agitar el horizonte bajo el párpado.
Cuando me voy no tengo excusas.
Los sitios nos eligen.
Y eso es suficiente.

A la memoria de Ariel, Vicente, Sergio, Ricardo y Rubén. 

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La caja de los prestidigitadores

La que camina no soy yo.
Por eso nadie logra reconocerme.
Cuando el talón y el número exacto de mi pie
rozan alguna encrucijada
se abre ante mis ojos
el paisaje más extraño de la tierra.
Es que no hay nada tan azaroso y bello
como la caja de los prestidigitadores,
esa frontera en que se invierten
la magia y el asombro,
que son la llave secreta de los párpados.
La que camina no soy yo.
Sólo mis huesos, mi exclusivo fracaso
y alguna claridad,
que bajo el talón y el número exacto de mi pie,
alcance para devolverme el cielo.

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Sobre el borde

La profundidad es algo que sucede.
Y es cuando sobre las palmas
la noche se descorre como un lienzo.
El resplandor
no cabe ya en ninguna calle.
La sombra es todo lo que existe.
Y no es necesario nada más
que confundir el asfalto con la altura.
Entonces, uno puede sacarse el corazón,
ponerlo a descansar sobre la mesa
hasta que alguna hormiga
decide recorrerlo por los bordes.
El paso imperceptible nos ve resucitar
cuando nos muestra
que el corazón puede ser algún camino.

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Hacia abajo

Con pasos que nunca fueron suyos
los hombres en el día retumban.
Mi cuello se hace dócil mirando para abajo
y recupero la distancia con el mundo.
Lo que no muestran las baldosas
no sucede.
Bajo un cielo aterido
va la horda como un hecho real
y las veredas marcan mi tránsito invisible.
Así me enmascaro, me diluyo.
El párpado sigue siendo la herramienta
por la que drena la calle imaginaria.
Soy la mujer escondida,
la que mira hacia abajo.
Todo es ajeno.
Todo es mío.
Y sobra.

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Justificaciones

Nada más erróneo
que pensar en la infancia como un tiempo feliz.
¿Acaso, cumpliendo aniversarios,
la breve llama de una vela
no nos quemó algún dedo?
¿Acaso no lloramos
con la tenebrosa soledad de Blanca Nieves
o la transformación de Alicia?
Cuando crecemos
esto puede justificar nuestros silencios.

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Esplendores

Por un liviano azul que palidece
entre la ambigüedad de los fulgores
la tarde sube bordeando la colina
y apenas roza el viento
para inventar cercanos puertos de fragancia.
Un ligero galope que se pierde
sin dejar la certidumbre de su huella
se une al espejismo.
Todo esplendor debe sumar distancias
hasta el día siguiente que es la noche,
ese camino que jamás nos abandona
y aún cuando nos despide
nos alumbra.

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Resonancias

En el fondo del árbol
siempre se escucha
algún canto perdido.
Aunque un filo le corte
su antigua resonancia.
Por eso el fuego suele ser un ritual
que desde la madera arde
en el íntimo rincón de alguna casa.
Y mientras el leño de deshace,
desatando cenizas,
se quema ante los ojos
diciendo que es un árbol.

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El réprobo

El que pronuncia oscuridades
con las lenguas del fuego.
El que danza para alcanzar la altura
con un salto.
El que conserva el ritmo del molusco,
el que puede quedar en trance
ante la piedra.
El que se envuelve con el viento fresco
y sobrevive como las gacelas.
El que entre los recuerdos
del álbum familiar
no está en la foto.

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De monjes y leñadores

Los monjes se parecen a los leñadores.
Ambos extravían sus pensamientos
y alzan sus manos en una selva de madera,
que se vuelve intocable
cuando la noche desparrama su misterio.
En la ceniza de sus ojos
siempre hay un árbol muerto,
que ya no duerme bajo los relámpagos
y se ha quedado solo como el agua.
Pero, hay bosques
que no tienen monjes ni leñadores.
Que no tienen ángeles.
En los países donde el silencio
avanza entre sus hojas
y las palomas azules regresan a sus nidos.

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Hilo de cobre

Nada tiene luz propia.
Ardores que se aprietan contra el aire,
leves brasas de otoño
y el vano prodigio de la lámpara
quemándose en la noche.
Sólo en la lengua
algún hilo de cobre para resplandecer.
Así el deslumbramiento
vencido por la ceguera del instante.
Y así la exacta forma de la llama,
prendida y consumada por el viento
para después morirse con la lluvia.
A más furtiva luz
más alta la penumbra.
Por eso es que a la antorcha
la sostiene un cadáver.

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Hombres de la oscuridad

Hay hombres que viven en los sótanos.
Y no están perdidos.
Ebrios de chimeneas roen el pan
y palpan con sus dedos
la rítmica gota ciega de las alcantarillas.
Sus ojos de luciérnaga
horadan los laberintos del silencio.
Jinetes de la noche
caminan por túneles de niebla,
que van del humo al humo.
Ellos no están perdidos.
Sólo que al parecerse a la alimaña
inutilizan a los sepultureros.

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El derrumbe no se encuentra en la imagen

Antes que te canses de ti mismo
cava profundamente
aunque después no sepas qué hacer
con el derrumbe.

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Se incluye una hoja en blanco

Cuando uno busca la compañía del silencio
es preciso volverse como la piedra.

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3 comentarios:

  1. Susana!!! qué belleza!!! algunos ya los había leído, pero no todos. Sos excelente. Llegué a vos a través de los poemas de Gina, sin embargo estaban ambas en la selección y antología que hizo Concepción Bertone (libro que adoré). Voy a volver a subir algunos de tus poemas. Un enorme abrazo.

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  2. bellisimo... realmente y emocionantes!

    Mariela

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  3. Muchas gracias Emma y Mariela por sus generosos comentarios.
    Un gran abrazo,

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